[...] Cuando, al fin, ahítos y un poco aturdidos, apartábamos el plato y buscábamos en le banco un respaldo inexistente sobre el que descansar, el camarero traía el té, lo servía según el ritual consagrado, y dejaba sobre la mesa, por la que antes había pasado una bayeta fugitiva, un plato de cuernos de gacela. Ya nadie tenía hambre, pero eso es precisamente lo bueno con los dulces: sólo se pueden apreciar en toda su sutileza cuando no se comen para saciar el hambre, y esa orgía de dulzura azucarada no colma una necesidad primaria sino que envuelve el paladar con la benevolencia del mundo. [...]
Muriel Barbery. Rapsodia Gourmet.